“Es hora de empezar con el movimiento de la educación lenta”. Con esa frase, Maurice Holt, profesor e investigador de la Universidad de Colorado, iniciaba un artículo que publicó en 2002: una suerte de declaración de principios para relacionar la lentitud con la necesidad de reaccionar frente a un modelo educativo basado en procesos y resultados, en uniformidad y en una programación previsible. A su juicio, era necesario un profundo proceso de renovación del sistema, para adoptar una “educación lenta” que resista el ritmo marcado tradicionalmente por algunos sectores de la sociedad, de la administración, del sistema.
Más de una década después, María Victoria Peralta, Premio Nacional de Ciencias de la Educación 2019, sigue creyendo firmemente en esa propuesta. Durante mucho tiempo, la idea resonó en su cabeza, alimentada por un diagnóstico que, considera, no ha cambiado demasiado.
“La educación está presa de la burocracia, del agitado ritmo de vida, de ocuparse de llenar montones de documentos, evaluaciones y trámites que impiden que los profesores puedan centrarse en lo principal: las niñas y los niños”, sostiene.
Por eso, hace dos años viajó a Barcelona a tomar un taller sobre esta tendencia, impartido por la Asociación de Maestros Rosa Sensat, uno de los grupos de educación más progresista de Europa. No tenía idea de cuán transformador sería, tanto en el terreno personal como en el profesional.
Cuenta que la jornada se inició con la invitación a un parque. “La primera instrucción fue: tiéndanse en el pasto como quieran”, recuerda.
“La educación está presa de la burocracia, del agitado ritmo de vida, de ocuparse de llenar montones de documentos, evaluaciones y trámites que impiden que los profesores puedan centrarse en lo principal: las niñas y los niños”
“Fue una experiencia muy enriquecedora, que me obligó a detenerme a responder preguntas básicas: qué siento, qué me pasa, qué pasa a mi alrededor, cómo están mis relaciones, qué me importa, a qué dedico parte importante de mi tiempo”, relata la académica de la Universidad Central y la primera Educadora de Párvulos en recibir el reconocimiento otorgado por el Ministerio de Educación.
Aprendió tanto aquella vez, que decidió replicar la experiencia de vuelta en Santiago. Con el mismo propósito de sacar el taller del aula, escogió un lugar con mucho verde alrededor, entre frondosos arbustos de Flor de la Pluma y Jazmín del Cabo. Fue un taller que impartió para parvularias, a quienes invitó a salir de la sala en la que estaban con un discurso similar al que escuchó en su taller en Barcelona.
“No hay tiempo para detenernos a responder preguntas básicas y a repensar cómo lo estamos haciendo”
En principio no les dio mayores instrucciones. Pero cuando salieron, algo la dejó impactada: “De inmediato, casi todas se echaron en el pasto. Era una señal importante de agotamiento”, recuerda. “Estaban ahí, pero noté que no del todo, ni gozando el lugar en el que estábamos, con tantas flores, pajaritos”, rememora. Entonces tuvo que intervenir para guiar la experiencia.
–Queridas colegas, ¿se dan cuenta dónde estamos?, les preguntó.
–Pues aquí estamos, ¿no?–, le respondió una, como si se tratara de algo muy obvio.
–No–, atinó la profesora, sentada frente a ellas en el pasto, bajo un sol chirriante. –Creo que no se han dado cuenta. Relájense un poco, pónganse cómodas y fíjense en algo: ya no están las sillas duras en las que estábamos sentadas adentro.
Les pidió que miraran el pasto “con ojos de niños” y que se prepararan para responder algunas preguntas.
–Tóquenlo, siéntanlo. Pero no a la rápida, porque tenemos todo el tiempo para esto. Y díganme: ¿El pasto flota? ¿Está arraigado, firme? ¿Por qué está corto? ¿Qué creen que sucedería si lo dejáramos crecer eternamente?
Peralta dice que la experiencia resultó mejor de lo que ella esperaba, porque en el contexto escolar chileno, al menos en el preescolar, esto no pasa a menudo.
El estallido social fue una alerta personal sobre la necesidad de hacer pausas, detenerse entre lo cotidiano, buscar tiempo para lo que considera importante
“No hay tiempo para estas instancias, para detenernos a responder preguntas básicas y a repensar cómo lo estamos haciendo. Creo que entendieron que si no saben darse cuenta de todo lo que puede enseñar el pasto, por ejemplo, difícilmente podrán transmitirlo a los niños. Y aunque todas esas preguntas tienen una respuesta racional, yo buscaba que las respondieran como niños: quizás que el pasto estaba corto porque vino una oveja grande y se lo comió”, dice entre risas.
“Si un niño de tres años plantea hipótesis de ese estilo, quiere decir que después va a ser un fabuloso creador. A lo que voy, es que la educación acelerada nos está afectando a todos y nos está limitando de ver estas cosas”, explica sobre el modelo que, le gustaría, sea tomado en cuenta en el país.
La académica vive en el barrio Bellavista desde que tenía 15 años. Como su casa está a pasos de Plaza Italia, o “Plaza de la Dignidad”, como prefiere llamarle, sus rutinas se han visto considerablemente modificadas. El estallido social también fue una alerta personal sobre la necesidad de hacer pausas, detenerse entre lo cotidiano, buscar tiempo para lo que considera importante.
Por esos días, su familia ultimaba los detalles para celebrar su cumpleaños número 70 en un lugar especial en el Cajón del Maipo. Ella accedió, a pesar de que no estaba muy convencida de la idea, pues dice que nunca le han gustado las fiestas ni las grandes celebraciones.
“Con todo lo que pasó, por supuesto que eso se canceló y mi cumpleaños se redujo a un almuerzo muy chiquitito en casa, sin grandes delicatessen, con unas pizzas medio abolladas porque todo estaba cerrado. Sin embargo, fue una alegría especial: encontrarnos, agradecer el hecho de poder estar todos juntos y conversar sobre tantas cosas importantes”, cuenta.
“Sentarse en la mesa a conversar de los temas importantes, cada día lo estamos haciendo menos (…) Y es un modo muy loco de vivir que debemos revisar, porque también se lo estamos enseñando a nuestros niños”
Poder reflexionar en familia, en este contexto, es de lo que más agradece. Sobre todo porque su nieta menor, de 16 años, estuvo entre los estudiantes que decidieron evadir en masa los torniquetes del Metro.
Ahora, desde su oficina en la Universidad Central, reflexiona sobre el paso del tiempo, la velocidad y las pocas horas en casa:
“Si analizamos la vida que llevábamos antes de esto, nos daremos cuenta que vivimos en una sociedad con poco tiempo para las cosas importantes y profundas. ¿Cómo se nos iba el día? Casi como autómatas: en el Transantiago, en auto, saliendo y llegando al trabajo con el tiempo justo, algunos trabajando más de nueve horas, volviendo a casa muy cansados a preparar lo más básico para el día siguiente, viendo las tareas de los niños muy rápidamente, si acaso haciendo algo rápido para comer en la noche. Y se acabó. Sentarse en la mesa a conversar de los temas importantes, como nos pasó a nosotros en mi cumpleaños, cada día lo estamos haciendo menos. Y es alarmante. Eso también es la educación. Y es un modo muy loco de vivir que debemos revisar, porque también se lo estamos enseñando a nuestros niños”, reflexiona.